jueves, 26 de abril de 2012

“Una máquina para matar”

 Isabel Fernández Blanco y Enrique Ghezam, sobrevivientes del Banco Olimpo
“Una máquina para matar”

Los testigos contaron detalles de los dos acusados en el segundo juicio del circuito Atlético-Banco-Olimpo, Pedro Godoy y Alfredo Omar Feito. “Somos una máquina aceitada todos los días para matar”, les dijo este último.

 Por Alejandra Dandan

El ingreso al campo no tiene rodeos. El fiscal advierte al testigo que como en otras oportunidades ya declaró lo suficiente sobre sus secuestros y padecimientos en los centros clandestinos, ahora puede recordar específicamente si tuvo contacto con los dos nuevos acusados del juicio: el policía Pedro Godoy y el militar Alfredo Omar Feito. El procedimiento es parte de la dinámica con la que se desarrolla el segundo juicio del circuito Atlético-Banco-Olimpo. Si bien arrastra críticas y pone en revisión los criterios de fragmentación de las causas por delitos de lesa humanidad, aquí es un intento por abreviar los tiempos y evitar que las víctimas vuelvan a sumergirse completamente en el mal. También es la posibilidad de generar una ventana desde donde mirar con exclusividad el andar de estos dos represores.

Isabel Fernández Blanco y Enrique Ghezam declararon en la audiencia de ayer, día cuarto del debate. Eran pareja cuando los secuestraron. Pasaron por el Banco y el Olimpo. Ambos situaron en esos espacios a los dos acusados del juicio: Godoy, alias “Calculín”, policía de la Federal, y Feito o “Cacho”, militar del Batallón 601.

“Calculín era parte del Grupo de Tareas 1”, dijo Enrique. “Era el segundo de Inteligencia, pertenecía a la Policía Federal porque así se definía. He tenido varias charlas con él de tipo políticas: realmente había diferentes niveles de compromiso o de ideología entre los represores y a Calculín yo lo podría definir como alguien de una formación ideológica fuerte. Una de sus tareas era discutir política con nosotros: normalmente estábamos tabicados, con una venda sobre los ojos, pero con Calculín se hacían sin tabique. Eran discusiones, pero al mismo tiempo era una evaluación: uno no sabía dónde estaba la frontera. Sentías que evaluaba el grado de compromiso. Tenía una formación política bastante sólida, difícil de encontrar entre sus pares del campo. Tenía una estatura más bien baja y usaba anteojos de aumento bastante grandes. En esa época había un dibujito animado que se llamaba así, y de ahí viene su nombre, de los anteojos”.

Algunos otros testigos agregaron más datos: la raya al medio pronunciada, para tapar una posible pelada, “un hombre muy feo”, petiso que arrastraba una pierna, anteojos y fama de torturador, recordó en ese caso Graciela Irma Trotta.

Con Cacho Feito, Enrique e Isabel tuvieron mayor contacto, en el centro, pero también durante el período de libertad vigilada. “Cacho formaba parte del Grupo de Tareas 2 (GT2)”, dijo Enrique. “Lo conocí en mi secuestro y participó de mi tortura en el Banco. Tuve interrogatorios con él durante la permanencia en el campo y fue el oficial que nos comunicó que íbamos a ser liberados”. Es decir, dijo después: estuvo en el secuestro, en la tortura y en el momento de la liberación.

Después de recuperar la libertad, Isabel y Enrique se establecieron en Tandil. “Vivíamos en el campo y teníamos radiollamado, se hablaba con cambio”, dijo ella. “Hacia octubre del ’80, una vez atiendo el teléfono y me dice que llamaba Cacho. Como a mi papá le decían Cacho pensé que era mi padre. Pero no: ‘No soy tu papá’”, le dijo Feito. Y siguió: “Estamos por ir a Tandil, así que preparen el asado”, le explicó. Pasaron unos días, volvieron a llamarla y pusieron una fecha para el encuentro.

“Cuando llegaron, Cacho no estaba, pero había otros dos (represores) y vinieron con dos niños: uno de cuatro años y otro de año y medio”. Les dijeron que sus padres se habían tomado “las pastillas”, que estaban buscando a los familiares, y les pidieron que se queden con ellos hasta resolver el tema. Ellos lo hicieron. “Los chicos estuvieron con no-sotros hasta el 23 de diciembre, en ese momento vienen a buscarlos y se los llevan sin ropa y sin juguetes, ni nada. Y como nos habían dejado un teléfono, llamo inmediatamente y no recuerdo quién me atendió, pero quedamos en vernos.”

Enrique completó más tarde la descripción. Era cerca de la Navidad. Viajaron a Buenos Aires y se encontraron con Cacho Feito en una confitería de la significativa esquina de Callao y Córdoba. Hasta ese momento, creían que los militares iban a entregar a los niños en adopción a alguna familia y ambos querían impedirlo. Feito les dijo que no: que sus padres habían caído en la Contraofensiva y que a los niños se los habían entregado a familiares de Chivilcoy, dato que ellos comprobaron como ciertos con el correr del tiempo.

En la confitería, dijo Enrique, “Cacho renguea de una pierna. Yo le pregunté qué le había pasado y él me dice si no había visto los diarios: me dijo que habían matado a (Horacio) Mendizábal, el número tres del ejército de Montoneros, que lo habían abatido en un tiroteo”. Le explicó dónde fue y le dijo que él lo había matado y que le había entrado un tiro de bala en la pierna, pero se estaba recuperando. “La charla duró bastante más. Lo acompañamos y lo dejé en la puerta del Batallón 601”, dijo Enrique.

–¿Usted sabía en ese momento qué era ese edificio? –preguntaron los fiscales.

–Obviamente –dijo él–: las ventanas tapiadas, no se las olvida nadie.

Isabel se acordó de otro detalle. El momento en que Enrique se detuvo en esa herida y le preguntó: ¿Cómo te sentís después de haber matado tanta gente? “Cacho le dijo: somos una máquina aceitada todos los días para matar”.

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