lunes, 7 de noviembre de 2016

Juicio ABO: “Nos condenaron al duelo eterno”

por María Eugenia Ludueña · 07/11/2016
Tres testigas del juicio por los delitos en El Atlético -Ana María Careaga, Silvia Fontana e Irma Medina- reclamaron con dureza a los jueces del Tribunal Oral Criminal Federal 2 por la ausencia de los imputados en la sala. Hace pocos días, la única vez que asistieron, Fontana había reconocido a dos de ellos como los hombres que estuvieron en su casa y se llevaron a su hermana.

irma medina

Mientras en la puerta de Comodoro Py se amontonaban decenas de periodistas y móviles de radio y televisión detrás de Lázaro Báez, en una sala del subsuelo donde no cabía más público, el Tribunal Oral en lo Criminal Federal Nro. 2 escuchaba los testimonios de tres mujeres. Fue en la audiencia del miércoles 2 de noviembre del juicio que investiga delitos en tres centros clandestinos de detención, tortura y exterminio: El Atlético, Banco y Olimpo (ABO). Ana María Careaga es una sobreviviente del primero. Silvia Fontana, testigo del secuestro de su hermana Liliana, vista ahí. Irma Liliana Medina declaraba por primera vez por el caso de su hermano Raúl, un médico de 24 años secuestrado en Niceto Vega y Juan B. Justo el 2 de marzo de 1977. En la enfermería de El Atlético era obligado a ejercer trabajo esclavo.

Si los testimonios que estremecieron a los presentes -familiares, organismos, estudiantes de la maestría de Comunicación y Derechos Humanos de la UNLP- hubieran sido televisados, su impacto podría ser poderoso. Además de aportar datos y detalles inenarrables de cómo se perpetró el terrorismo de Estado, esas mujeres expresaron a un linaje de madres, abuelas, hermanas, tías e hijas capaces de  ponerle palabras y cara a lo indecible. De mirar a los jueces Jorge Gorini, Rodrigo Giménez Uriburu y Jorge Alberto Tassara y reclamar ¿por qué eximieron a los imputados de asistir a las audiencias y escuchar sus relatos? ¿por qué se las privó de esta oportunidad de mirarlos a los ojos por primera vez? Cuando cada una de ellas terminó su relato, el público las aplaudió de pie.

Que se haga justicia

Ana María Careaga declaró varias veces en otros procesos. Su cara, enmarcada en un pelo negro, lacio y largo, refleja cierto espíritu de esa jovialidad que intentaron arrasar. 

– ¿Tiene algún interés personal en la causa? – le preguntó el presidente del tribunal.

– Que se haga justicia.

“Fui secuestrada el 13 de junio de 1977 en Juan B. Justo y Corrientes. Tenía 16 años y un embarazo de tres meses, me había casado en abril”. De ahí la llevaron a El Atlético, en Paseo Colón entre Cochabamba y San Juan. Allí funcionaba una oficina de la Policía Federal; y en el subsuelo, un centro clandestino. “Al llegar, me quitaron las pertenencias y me tiraron baldazos de agua helada. Me tapé la cara, me apoyaron las botas en las muñecas para que no pudiera defenderme. Vi ropa de fajina azul. Me acostaron en una mesa de metal con las piernas abiertas y me aplicaron picana eléctrica. Quería morirme, la única forma de salir”.

Los torturadores le repetían: “Sabemos que te querés morir, pero te vamos a mantener viva para torturarte. Tenemos todo el tiempo del mundo. Nadie sabe dónde estás”. “Me arrojaban nafta y querosén en los ojos y genitales. Me quemaban con cigarrillos, me ponían una bolsa de plástico en la cabeza. Yo trataba de contener el aire. Creyeron que hacía yoga, me dieron unas pastillas de coramina para el corazón, hasta que tuve convulsiones!”.

El testimonio de Careaga citó a varias personas con las que compartió el cautiverio durante los cuatro meses que pasó con los ojos vendados y los pies con cadenas, hasta su liberación. La mayoría está desaparecida. Como Gerónimo, el médico forzado por sus captores a atender a las víctimas. Careaga contó que la asistió en la enfermería y la operó del tímpano (destrozado en la tortura). Él la instaba a mirar un rayo de luz a través de una ventanita que daba a la calle. “Veíamos las sombras de las personas o camiones que pasaban. Era un contraste tremendo. Tan cerca de la civilización, tan lejos de nuestros seres queridos”. Recordó que Gerónimo tuvo una relación con una mujer a la que obligaban a trabajar de enfermera, Laura Graciela Pérez Rey. Ella quedó embarazada. Nunca más se supo de ellos ni del hijo.

Ana Maria Careaga

“Un lugar de mi cuerpo al que no habían podido llegar”

“Todo era una tortura permanente, la pérdida de la identidad, de la condición humana”. Un día, sintió los movimientos del bebé en su panza. Fue la única vez que lloró en El Atlético. “Había un lugar de mi cuerpo al que no habían podido llegar. El bebé había sobrevivido”. Era una paradoja: haber estado embarazada, dijo Careaga, era para ella una suerte de privilegio: “hablaba todo el tiempo con la panza, le decía poesías”. Sentada en la primera fila del público, la hija escuchaba el testimonio de su madre agarrándose la cara entre las manos.

Habló de los pequeños gestos de resistencia entre las personas cautivas: de una mano que se apretaba sobre el hombro cuando los hacían ponerse en fila, de un compañero que tenía a su mujer embarazada y secuestrada, y le pedía sentir los movimientos del bebé. Habló del hambre de Leila, una compañera a la que se le marcaban las costillas, y que para pasar el tiempo decía “voy a hacer recetas de cocina”. En charlas de celda a celda, Ana María y Leila fantaseaban: ¿qué harían si salieran en libertad? “Iría a Rosario a la casa de mi mamá, me metería en la cama y le pediría que me preparara un té con galletitas”, le dijo Leila, hasta hoy desaparecida.

El ensañamiento con los judíos

En El Atlético con los judíos se ensañaban de manera especial. Una vez escuchó al subcomisario Samuel Miara (apropiador de los mellizos Reggiardo Tolosa) tratar como un perro a un joven. Lo obligaba a ladrar y le ordenaba: “mové la cola, dame la patita”.

Describió los “traslados”: se hacían una vez por mes, se leía una lista donde se identificaban por letras y números. “Yo no sabía la connotación del término “traslado”. En ese momento, nos decían que los llevaban a una granja. Todos querían irse”. La fiscal Gabriela Sosti le preguntó cuántas personas habían pasado por eso. “Calculo serían entre 15 y 20 en mi sector. Pero había otra área de celdas. El lugar quedaba prácticamente vacío, hasta que lo volvían a llenar”. 

Cuando su embarazo fue evidente, los represores se enfurecieron: “hija de puta, ¿cómo no nos dijiste? ¿querés que te abramos de piernas y te lo hagamos abortar acá?”. Un día que estaba llena de piojos le ordenaron a una compañera, la Negrita Marta, que le cortara el pelo. “Me llevó al baño, me puso frente a un espejo. Me miré y no me reconocí. Nunca en la vida voy a olvidarme esa sensación: estar frente a lo más familiar y lo más ajeno”.

Recordó que cada tanto, ella y Liliana Fontana -otra embarazada- podían caminar con los ojos vendados por el pasillo. Los represores se burlaban: “¿Están mirando vidrieras para comprarle el ajuar a sus bebés?”.

Se estima que por El Atlético pasaron entre 1500 y 1800 personas. En la audiencia, la testigo utilizó una reconstrucción en 3D para situar los hechos, parte de un trabajo interdisciplinario que realizó desde el Instituto Espacio para la Memoria (IEM) y con la carrera de Diseño de Imagen y Sonido de la UBA, a partir de testimonios y del hallazgos a partir de excavaciones, ya que el lugar fue demolido para construir la autopista. La reconstrucción incluye también los audios con los discursos de Hitler que los represores ponían a todo volumen, y la mesa donde jugaban ping pong y el golpeteo de la pelotita se fundía de manera siniestra con los gritos de la tortura.

La desaparición de una Madre fundadora

Apenas la liberaron, Ana María volvió unos días con sus padres. Su mamá, Esther Balestrino, era una de las fundadoras de Madres de Plaza de Mayo. Ana María cruzó a Brasil y después se exilió en Suecia. Allí, el 11 de diciembre de 1977 nació su hija. Cuando llamó a sus padres para contarles, recibió otra noticia: días antes, en la Iglesia de la Santa Cruz, habían sido secuestradas tres madres fundadoras, entre ellas, la suya (junto a Azucena Villaflor y María Ponce, y a las monjas francesas Alice Domon y Leonie Duquet). Los restos fueron identificados por el Equipo Argentino de Antropología Forense en 2005. 

Cerró su testimonio con una carta que le escribió su madre días antes de su desaparición forzada: “Una cosa no debes olvidar: en los seres con ideales y fe en la humanidad, estos dolores fortalecen”.

Una testigo reconoció a los captores de su hermana

Antes de empezar a contar cómo fue el secuestro de su hermana, Silvia Fontana miró grave a los jueces:

– Me llama la atención que no estén presentes los imputados.

– Es un tema resuelto- le respondió el juez. 

– Entiendo que está resuelto. Quiero dejar en claro mi derecho a que estén, a mirarlos a la cara. Ustedes tomaron una decisión que a los familiares nos pone mal. Esperamos casi 40 años para estar acá sentados.

Se hizo un silencio. Silvia -que tenía 17 cuando se llevaron a su hermana y participó desde los inicios de Familiares de Detenidos-Desaparecidos por razones políticas- siguió: 

– Quiero contar que el día que empezó este juicio, el 20 de septiembre, estuve acá sentada con la foto de mi hermana. Cuando comenzaron a entrar los imputados, mi cuerpo se estremeció cuando vi a las dos personas que vinieron a mi casa el día que se llevaron a Liliana. Uno, un señor alto, y otro, un morocho más bajito. Siempre los señalé en mis relatos. Uno de ellos hizo un gesto y supe que era él. La persona de la que siempre hablé estaba en la sala. En el primer tramo de ABO vi muchas fotos de represores, pero dije: acá no están. Ahora es distinto: no tengo dudas, eran ellos. Sé con certeza absoluta que uno de ellos es el que me alcanzó un vaso de agua. Y encima ese día nos hicieron burla cuando se estaban por retirar.

La fiscal Sosti le sugirió ubicara a esas personas en el relato. Fontana contó: el 30 de junio de 1977, el operativo había empezado en casa del marido de su hermana, Pedro Sandoval. Pero Liliana -embarazada de dos meses y medio- y él se habían quedado a dormir en el hogar de los Fontana, en Caseros (Tres de Febrero). Los represores no encontraron a Pedro en la casa de los Sandoval pero se llevaron a su hermano, Juan Carlos (nadie lo vio en un centro clandestino de detención, continúa desaparecido).

“El 1 de julio sentimos un golpe fuerte en la puerta. Un civil nos gritó que nos metieramos para adentro, llevaban armas cortas y largas”, recordó Silvia. “Nos metieron a todos en la habitación de mis padres. Lo llevan a Pedro a la mía. Yo había pasado meses en cama, enferma, me puse a llorar. Mi hermana me pedía que me calmara y les rogaba no me hicieran nada. Pidió que me trajeran un vaso de agua. Una de esas personas que yo ví acá estaba disfrazada con peluca y bigotes, me acercó el vaso y dijo: “quedate tranquila, con vos no es”.

Cuando se lo llevaban a Pedro, Liliana preguntó: “¿lo puedo despedir?”. Los represores quisieron saber quién era. Les dijo: “la mujer”. Uno de los hombres salió, consultó algo, volvió y dijo: que venga. “Antes de cruzar la puerta, mi hermana miró a mi mamá, le sonrió. Miró a mi papá, le sonrió. Me miró a mí, me sonrió. Tengo miedo de que algún día se me borre esa imagen. Esa sonrisa me alentó todos estos años. Ese día empezó otra etapa de nuestras vidas”.

Silvia Fontana

“La ausencia de los imputados es un privilegio”

Ante la ausencia de imputados, Fontana debió repasar una carpeta con fotos en blanco y negro. Eligió dos. Después, el secretario del tribunal leyó cuáles eran los nombres de esas caras: Héctor Horacio Marc (ayudante de 5ª del Servicio Penitenciario Federal) y Juan Carlos Mario Chacra (ayudante del Cuerpo de Informaciones de Policía Federal).

“La ausencia de los imputados es algo que está pasando. Provoca a las víctimas y familiares una decepción enorme. Es parte del abordaje procesal. Verles las caras puede ser parte de la reparación, pero también es derecho a la publicidad de los actos de gobierno que el tribunal vedó”, dijo a Cosecha Roja la fiscal Gabriela Sosti. “No es cierto que el código lo autoriza, sino que crea un privilegio injustificado”.

“Sin los sobrevivientes no podríamos estar acá”

Silvia y su familia recién tuvieron noticias de Liliana y Pedro en 1979. Uno de los hermanos Fontana mostró fotos de ellos en una conferencia de Amnistía Internacional. Así empezó el contacto con sobrevivientes que los habían visto en El Atlético, donde los conocían como Paty y Erico. “Sin los sobrevivientes no podríamos estar acá, sin ellos no habría juicios”, valoró Fontana.

“Nos contaron que Lili era K34y Erico K33. Que cada vez que a mi hermana la llamaban para torturarla, le ordenaban que dijera su código. Ella decía: “me llamo Liliana Fontana” y recibía una golpiza. Pedro escuchaba la tortura y les pedía que tuvieran cuidado con su hijo. Ese hijo es la vida después de la muerte”, dijo Silvia. Sobrevivientes de El Atlético contaron que el Turco Julián la llevó a parir a la ESMA y al volver comentó: “La rubita tuvo un varón”. El bebé fue apropiado por un agente de inteligencia de la Gendarmería, Víctor Rei.

“Mi madre se sumó a Abuelas. Hace poco cumplió 85 años. De ser almacenera pasó a ser una luchadora buscando a su hija y a su nieto. En 2006, las Abuelas y la familia, después de 28 años, lo encontramos. Fue encontrar un pedazo de ellos”, dijo Silvia. Pedro Sandoval Fontana, el hijo de Liliana y Pedro, escuchaba a su tía sentado entre el público. Fue el primero en abrazarla fuerte al terminar el testimonio.

Silvia también le habló a los defensores: “El viernes falleció mi papá, pero no quise posponer esta declaración: es un homenaje a ese entrerriano camionero que no pudo sobrellevar el secuestro de su hija, que hizo miles de kilómetros, viajó a cada lugar donde le decían que había una chica rubia, como mi hermana. Hace unos días, lo besé, lo despedí, le prometí que seguiría buscando, lo llevé al cementerio. Quiero señalar la tremenda diferencia que existe de despedirse en paz. De mi hermana no tenemos cuerpo. Les digo a los defensores, para que le transmitan a esas personas: mi padre se fue en paz. Ellos no podrán jamás, su conciencia no los va a dejar”.

“Nos condenaron al duelo eterno”

Irma Medina declaró por primera vez en el caso de su hermano Raúl Medina. Los sobrevivientes lo recordaron en El Atlético como el médico al que obligaban a trabajar: Gerónimo.

Irma narró la historia de su familia y repasó la situación política del país desde el año en que nació su hermano, 1953. Los dos estudiaban Medicina en la UBA y militaban en la Juventud Universitaria Peronista. Él se recibió en junio de 1976. Después de vivir en pensiones y hoteles, porque su familia era del Chaco, habían conseguido ahorrar para alquilar un departamento juntos. Habían quedado en encontrarse para la mudanza, pero él nunca llegó. Poco después, su hermana recibió una llamada: “La voz de un compañero me dijo la peor frase de mi vida: Flaca, lo levantaron”.

Irma recorrió muchas veces la calle Niceto Vega para encontrar testigos. “Nos contaron que un camión del ejército se lo había llevado”. Tiempo después recibió una misteriosa visita: la mujer de un pastor evangélico le contó que su marido había estado con él en un centro y lo habían torturado mucho. A través de sobrevivientes, supo en 1979 que ese lugar era El Atlético. También le contaron que tuvo una relación con otra secuestrada a la que también obligaban a trabajar en la enfermería. Ella quedó embarazada de Gerónimo. Irma sigue buscando a los tres. En los primeros listados, llegó a ver el nombre de su hermano junto a una palabra: “traslado”. Se ilusionó. Después supo del eufemismo.

La fiscalía y las querellas (la Secretaría de DDHH de la Nación, Liga Argentina por los Derechos del Hombre, Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), y Justicia Ya!) plantearon instancias para contar cómo eran las víctimas. Cuando le preguntaron sobre su hermano, Irma lo definió: “Era un representante de esa época”. También se pidió que las fotos de las víctimas fueran exhibidas en las pantallas.  

La hermana contó que junto a su madre (falleció después de una depresión) iniciaron muchos trámites hasta llegar a este juicio. “En cada uno había que presentar el DNI y la cara. Y acá estoy. Cuando pedí ser querellante, creí que llegaría el día de verles la cara a los perpetradores. Quería que escucharan el dolor que nos causaron, con la expectativa de que quizás eso, algo, los haga torcer el silencio. Este tribunal tomó otras medidas. Revean sus decisiones… 39 años y ocho meses es mucho tiempo. En este tiempo, los imputados han tenido una vida; en cambio, a nosotros, nos han condenado al duelo eterno”. 

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