El torturador Julio Simón, alias “El Turco Julián”, conocido por su ferocidad, escondió la mirada ante los flashes. Samuel Miara, apropiador de los mellizos Reggiardo-Tolosa, repitió que no tenía nada que agregar. Tienen pedidos de prisión perpetua.
Por Alejandra Dandan
Era uno de los dioses del Olimpo. El tipo que andaba adornado con cruces en el cuello, y el símbolo nazi en un llavero. El hombre que para divertirse organizaba luchas libres entre los detenidos desaparecidos; los enfrentaba siempre de a dos, dos hombres o dos mujeres, con reglas que corrían por su cuenta. Valía todo excepto el no pelear, porque cuando alguien no pegaba, los sometía a una sesión de tortura. Julio Héctor Simón alias el “Turco Julián”, ese mismo dios del infierno, agachó la mirada cuando un fotógrafo de Página/12 ayer intentó retratarlo: Sentado entre otros dieciséis represores en uno de los auditorios de los Tribunales Federales de Comodoro Py, donde empezaba el último día del juicio por los crímenes del circuito Atlético-Banco-Olimpo, un día antes de la sentencia que se escuchará hoy.
Los represores se sentaron en bloque, detrás de Simón que estaba en las primeras filas. Unos detrás de otros se ubicaron en uno de los extremos de la sala alterados por el movimiento del lente de la cámara. Uno de los más altos, el ex hombre de la Federal Oscar Rolón, apenas intuyó el disparo giró rápidamente para ponerse de espaldas, posición desde la que improvisó una charla salvadora con uno de los coroneles. En la sala de audiencias, el Tribunal Oral Federal 2 porteño intentaba una conexión con el represor número 17: el apropiador Samuel Miara, jefe de la guardia de los tres centros clandestinos, represor y acusado por la apropiación de los mellizos Reggiardo-Tolosa. Internado en el Hospital Policial Churruca, Miara sigue las derivaciones del juicio por video conferencia.
¿Señor Miara, me escucha?, preguntó el presidente del Tribunal Oral Federal 2 varias veces, y más tarde volvió a preguntarle lo mismo, pero para saber si –como había sucedido con cada uno de los otros acusados– estaba dispuesto a decir algo. Era el último día de audiencia. Habían pasado unas 80 jornadas de debate y los alegatos de la fiscalía que acusó a todos por genocidio y el pedido a cadena perpetua de las querellas. Miara, que no dijo nada, fue el único de los 17 que respondió, sin embargo, con un poco más de palabras: “Todo lo dicho lo ha expresado mi abogada defensora –dijo–: por lo tanto, no tengo nada que agregar”.
El juicio por los crímenes del circuito conocido como ABO comenzó el 24 de noviembre del año pasado; en él se juzga a los acusados por 184 casos de secuestros, tormentos y homicidios. La mayor parte de los acusados son hombres de la Policía Federal, pero entre ellos también hay hombres del Servicio Penitenciario, Gendarmería y del Ejército que se fueron incorporando en los distintos momentos de apertura de los centros.
En el primer grupo estaba el Turco Julián, Miara, Roberto Antonio Rosa, alias “Clavel”; Eduardo Kalinek, alias “Dr K”; Raúl González, alias “Negro”; Ricardo Taddei, alias “Cura” o “El Padre”, extraditado en marzo de 2007 de España; Juan Carlos Falcón, alias “KungFu”, por su forma de golpear a los detenidos con modos del arte marcial; Oscar Augusto Isidro Rolón, alias “Soler”, el hombre que no quería la foto; Eugenio Jorge Uballes, alias “Anteojito”, que con Taddei también integraron las tropas de la Triple A, y Juan Carlos Donocik, alias “Polaco Chico”. Los otros son Juan Carlos Avena, alias “Capitán Centeno”, del Servicio Penitenciario; Eugenio Pereyra Apestegui, alias “Quintana”, y Guillermo Víctor Cardozo, alias “Cortez de Gendarmería”; Raúl Guglielminetti, conocido como el “Mayor Guastavino”, civil, de inteligencia, y el ex Enrique José del Pino, teniente coronel retirado y jefe de grupo de tareas GT2 que funcionó en los tres centros. También están acusados Carlos Tepedin y Mario Gómez Arena.
“Cada uno de ellos cumplió distintos roles dentro del centro, estaban ahí”, dijo a Página/12 Miguel D’Agostino sobreviviente de los campos. “Estuvieron a lo largo de los dos años que funcionaron los centros cambiando o alternando responsabilidades.”
El Atlético funcionó en un predio de la Policía Federal con fuerzas operativas de la policía desde mediados del ’76 hasta diciembre del ’77, y quedó desactivado por la construcción de la autopista 25 de Mayo. El campo se trasladó provisoriamente al Banco, en el cruce de la autopista Riccheri con el Camino de Cintura, a la altura de Puente 12, hasta el 16 de agosto del ’78. A partir de ese día empezó a funcionar el Olimpo en otro predio de la Federal, en Lacarra y Ramón L. Falcón, que quedó desactivado en enero de 1979.
Como sucedió ayer, a lo largo del juicio los acusados casi no hablaron. El pacto del silencio funcionó pese a que no todos pertenecían a la misma fuerza de seguridad, una característica que en Córdoba, por ejemplo, se rompió y les impidió tejer una estrategia defensiva común y, en pos de una defensa personal, varios hablaron. En este caso, no. Y los integrantes de las querellas no se extrañaron: “Esto demuestra que los casos de los que hablan son excepcionales”, indicó a Página/12 Ana María Careaga. “Y echa por tierra la posibilidad de una reconciliación basada en la idea del arrepentimiento: son incapaces de ver responsabilidades, hay que juzgarlos y condenarlos”. Ana María dice que en general los represores muestran un espíritu de cuerpo: un pacto de silencio que hasta hoy lo siguen cumpliendo. “Desde hace muchos años ellos pueden decir lo que saben, la verdad: tuvieron la oportunidad durante los juicios por la verdad porque estaban vigentes las leyes por las que se los podría juzgar por apropiación de bebés y de bienes, pero no por otros delitos, pero en ese caso tampoco se hicieron cargo de nada”.
Daniel aclaró que su hermano Gustavo no ocupó cargos importantes en la organización Montoneros, a la cual incorporó en los últimos años de su vida siendo funcionario del Gobierno democrático y luego como organizador del Partido Auténtico en la Provincia de Santa Fe, desarrollando su trabajo político en el frente barrial en especial en barrio Centenario.
Gustavo Pon se licenció en Filosofía y ejerció como profesor en varias Facultades de las Universidades Nacional del Litoral y Católica de Santa Fe. "Hoy existen placas en cada una de esas casas de estudio al igual que en el hall central de gremio docente Amsafé que rescatan su labor de docente comprometido con el cambio social", señaló.
Meses antes de su secuestro, más precisamente en junio de 1977, Gustavo Pon escribió en su diario personal un concepto que sintetiza el sentido de su vida, y es el siguiente: "Estuve varios años buscando la forma más efectiva de cumplir el mandato evangélico hasta que me di cuenta de que el amor evangélico es un amor político, de que la beneficencia no sirve porque humilla y degrada, de que liberación y la salvación son una misma cosa. Para qué vamos a salvar o liberar personas si luego tienen que servir a estructuras opresoras".
Por Alejandra Dandan
Era uno de los dioses del Olimpo. El tipo que andaba adornado con cruces en el cuello, y el símbolo nazi en un llavero. El hombre que para divertirse organizaba luchas libres entre los detenidos desaparecidos; los enfrentaba siempre de a dos, dos hombres o dos mujeres, con reglas que corrían por su cuenta. Valía todo excepto el no pelear, porque cuando alguien no pegaba, los sometía a una sesión de tortura. Julio Héctor Simón alias el “Turco Julián”, ese mismo dios del infierno, agachó la mirada cuando un fotógrafo de Página/12 ayer intentó retratarlo: Sentado entre otros dieciséis represores en uno de los auditorios de los Tribunales Federales de Comodoro Py, donde empezaba el último día del juicio por los crímenes del circuito Atlético-Banco-Olimpo, un día antes de la sentencia que se escuchará hoy.
Los represores se sentaron en bloque, detrás de Simón que estaba en las primeras filas. Unos detrás de otros se ubicaron en uno de los extremos de la sala alterados por el movimiento del lente de la cámara. Uno de los más altos, el ex hombre de la Federal Oscar Rolón, apenas intuyó el disparo giró rápidamente para ponerse de espaldas, posición desde la que improvisó una charla salvadora con uno de los coroneles. En la sala de audiencias, el Tribunal Oral Federal 2 porteño intentaba una conexión con el represor número 17: el apropiador Samuel Miara, jefe de la guardia de los tres centros clandestinos, represor y acusado por la apropiación de los mellizos Reggiardo-Tolosa. Internado en el Hospital Policial Churruca, Miara sigue las derivaciones del juicio por video conferencia.
¿Señor Miara, me escucha?, preguntó el presidente del Tribunal Oral Federal 2 varias veces, y más tarde volvió a preguntarle lo mismo, pero para saber si –como había sucedido con cada uno de los otros acusados– estaba dispuesto a decir algo. Era el último día de audiencia. Habían pasado unas 80 jornadas de debate y los alegatos de la fiscalía que acusó a todos por genocidio y el pedido a cadena perpetua de las querellas. Miara, que no dijo nada, fue el único de los 17 que respondió, sin embargo, con un poco más de palabras: “Todo lo dicho lo ha expresado mi abogada defensora –dijo–: por lo tanto, no tengo nada que agregar”.
El juicio por los crímenes del circuito conocido como ABO comenzó el 24 de noviembre del año pasado; en él se juzga a los acusados por 184 casos de secuestros, tormentos y homicidios. La mayor parte de los acusados son hombres de la Policía Federal, pero entre ellos también hay hombres del Servicio Penitenciario, Gendarmería y del Ejército que se fueron incorporando en los distintos momentos de apertura de los centros.
En el primer grupo estaba el Turco Julián, Miara, Roberto Antonio Rosa, alias “Clavel”; Eduardo Kalinek, alias “Dr K”; Raúl González, alias “Negro”; Ricardo Taddei, alias “Cura” o “El Padre”, extraditado en marzo de 2007 de España; Juan Carlos Falcón, alias “KungFu”, por su forma de golpear a los detenidos con modos del arte marcial; Oscar Augusto Isidro Rolón, alias “Soler”, el hombre que no quería la foto; Eugenio Jorge Uballes, alias “Anteojito”, que con Taddei también integraron las tropas de la Triple A, y Juan Carlos Donocik, alias “Polaco Chico”. Los otros son Juan Carlos Avena, alias “Capitán Centeno”, del Servicio Penitenciario; Eugenio Pereyra Apestegui, alias “Quintana”, y Guillermo Víctor Cardozo, alias “Cortez de Gendarmería”; Raúl Guglielminetti, conocido como el “Mayor Guastavino”, civil, de inteligencia, y el ex Enrique José del Pino, teniente coronel retirado y jefe de grupo de tareas GT2 que funcionó en los tres centros. También están acusados Carlos Tepedin y Mario Gómez Arena.
“Cada uno de ellos cumplió distintos roles dentro del centro, estaban ahí”, dijo a Página/12 Miguel D’Agostino sobreviviente de los campos. “Estuvieron a lo largo de los dos años que funcionaron los centros cambiando o alternando responsabilidades.”
El Atlético funcionó en un predio de la Policía Federal con fuerzas operativas de la policía desde mediados del ’76 hasta diciembre del ’77, y quedó desactivado por la construcción de la autopista 25 de Mayo. El campo se trasladó provisoriamente al Banco, en el cruce de la autopista Riccheri con el Camino de Cintura, a la altura de Puente 12, hasta el 16 de agosto del ’78. A partir de ese día empezó a funcionar el Olimpo en otro predio de la Federal, en Lacarra y Ramón L. Falcón, que quedó desactivado en enero de 1979.
Como sucedió ayer, a lo largo del juicio los acusados casi no hablaron. El pacto del silencio funcionó pese a que no todos pertenecían a la misma fuerza de seguridad, una característica que en Córdoba, por ejemplo, se rompió y les impidió tejer una estrategia defensiva común y, en pos de una defensa personal, varios hablaron. En este caso, no. Y los integrantes de las querellas no se extrañaron: “Esto demuestra que los casos de los que hablan son excepcionales”, indicó a Página/12 Ana María Careaga. “Y echa por tierra la posibilidad de una reconciliación basada en la idea del arrepentimiento: son incapaces de ver responsabilidades, hay que juzgarlos y condenarlos”. Ana María dice que en general los represores muestran un espíritu de cuerpo: un pacto de silencio que hasta hoy lo siguen cumpliendo. “Desde hace muchos años ellos pueden decir lo que saben, la verdad: tuvieron la oportunidad durante los juicios por la verdad porque estaban vigentes las leyes por las que se los podría juzgar por apropiación de bebés y de bienes, pero no por otros delitos, pero en ese caso tampoco se hicieron cargo de nada”.
Daniel aclaró que su hermano Gustavo no ocupó cargos importantes en la organización Montoneros, a la cual incorporó en los últimos años de su vida siendo funcionario del Gobierno democrático y luego como organizador del Partido Auténtico en la Provincia de Santa Fe, desarrollando su trabajo político en el frente barrial en especial en barrio Centenario.
Gustavo Pon se licenció en Filosofía y ejerció como profesor en varias Facultades de las Universidades Nacional del Litoral y Católica de Santa Fe. "Hoy existen placas en cada una de esas casas de estudio al igual que en el hall central de gremio docente Amsafé que rescatan su labor de docente comprometido con el cambio social", señaló.
Meses antes de su secuestro, más precisamente en junio de 1977, Gustavo Pon escribió en su diario personal un concepto que sintetiza el sentido de su vida, y es el siguiente: "Estuve varios años buscando la forma más efectiva de cumplir el mandato evangélico hasta que me di cuenta de que el amor evangélico es un amor político, de que la beneficencia no sirve porque humilla y degrada, de que liberación y la salvación son una misma cosa. Para qué vamos a salvar o liberar personas si luego tienen que servir a estructuras opresoras".
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